el pasado en Fuencarral esquina Velarde.

Hoy me lo ha traído un amigo al que no veía desde hace casi tres años. El último día que hablamos, por casualidad, acababa de ser el final de una historia. Esta historia, como todas, tuvo un principio:

Pongamos que invoco a una deidad cualquiera y exclamo después: «¡la mecánica del corazón!». Los años que hace ya desde que leí sus páginas, bajo la luz de pinza enganchada a la mesilla. Recuerdo la de veces que has sido el «tú» de mis escritos, la de veces que has protagonizado a posteriori esas hipótesis imposibles – «y si hubiera…». Me acuerdo de que escribía en borradores del móvil las partes que más me gustaban, y eran siempre tú, siempre hablaban de ti, en aquel verano en que comenzábamos a conocernos, tímidamente. Era un momento muy apropiado – el más apropiado, quizá – para leer ese libro. Cada sentimiento propio tenía correspondencia en las páginas: yo tenía miedo de sentir, de quererte, de ir demasiado lejos, de perder el control, tenía miedo de amarte. A medida que el verano avanzaba y entrábamos en su último mes, los miedos se desvanecían: medio en serio, medio de broma, formalizábamos nuestra relación dando vueltas sobre un puente de Madrid, agarrándonos las manos.

Después pasaron tantas cosas. Pasó todo, claro, de hecho… Pero no creo que sepas cuántas veces, incluso hasta en este momento, eres el tú de mis escritos.

las cosas que han pasado entre hoy y ayer.

Hoy cogía el metro de la línea 10, el elegante, por azul oscuro y por puntual. Pensaba en la gente que me cae mal inmediatamente después de verla. No he caído entonces, pero caigo ahora, mientras escribo, en lo relacionado que está con las auras de las que me ha hablado hoy alguien. El aura entendido como «el estar», que, imagino, no será otra cosa más que el lenguaje no verbal sumado a la posición corporal sumado a la expresión facial sumado a la apariencia física sumado a la ropa que llevas (sumado a la luz que emana de tus ojos, si tiramos de poesía, o sumado a las opiniones que verbalizas y las cosas por las que te indigas, si ahondamos en la cuestión de las auras de manera técnica).

Resulta que mucha gente que veo me cae mal inmediatamente después de verla y me pregunto si es porque no cuidan su aura o porque soy miope.

Es ayer y leo «De verdad, no sé que me ha pasado estos días… Pero lo quiero de nuevo. Lo quiero de nuevo, lo antes posible.»

Me paralizo y es fulminante. Abandono el móvil unos minutos en la mesilla, con la tapa aún abierta. Ni siquiera es la ventana de chat correspondiente. Es decir, ni siquiera… Bueno. Sé quién, gracias a que empleamos la que es nuestra tercera lengua – la traducción atiende a cuestiones de estilo y protección de datos, identidad, emociones. Acto seguido tengo una sensación apabullante: cada persona que ha estado dentro de mí se agolpa en mi cabeza en esos instantes. No, no se agolpan: bailan. No. Tampoco bailan. Se arremolinan, eso sí. Como en un desagüe, aunque permanecen…

La conversación no fluye, igual que un desagüe atascado – puedo optar entre tirar del hilo o tirar por la tangente. Cuando vuelvo a coger el móvil, decido el toque desenfadado consistente en comentar «Te veo mañana después del trabajo en X, entonces». Una proposición irrealizable. Aunque claro que podría volver, podría pagar dos billetes de avión, uno de ida, uno de vuelta. A continuación, escribí lo redundante: «und nochmal von vorne». Por redundar y por cuestiones de estilo: «y otra vez, desde el principio».

Es hoy, de nuevo, y concluyo: perder la fe, dado que las listas de cosas que hacer, máximo exponente de la ilusión de avance, nos llevan inexplicablemente al inicio: dejamos atrás una y la siguiente siempre vuelve a empezar por «1)».

julio mayea: tras la ventana, un Sol se desmaya.

Hay un banco por el que paso todos los días desde el lunes. «Es un banco-baliza», digo yo, aunque la RAE no me convenza: ni navego ni el lugar entraña peligro alguno. No obstante, es un banco-señal, diferenciado del resto. Un banco-recordatorio, puesto que, en apariencia, es exactamente igual que el resto de bancos de la plaza, exceptuando los desperfectos idiosincrásicos a los bancos de madera de Madrid.

Paso cada día, al menos, dos veces: una de ida, una de vuelta. Hay días que cuatro, dependiendo de dónde vaya a  tomarme el café. El bar Tragos está doblando una esquina alejada y el café es más barato. ¿Es pista suficiente esto? Hoy sólo he pasado dos. El banco-recordatorio me transporta a abril de este año, cuando la primavera apretaba como no lo hace este julio. Al día en que, posiblemente, elegí la camiseta inapropiada, quizá los pantalones inadecuados. Las zapatillas eran las que tenían que ser. Ese día no pensé en lavarme el pelo, cuestión a la que he vuelto a prestar atención a lo largo de las semanas (para mi sorpresa).

Paso cada día y, en el camino de vuelta, sonrío. Voy al principio de la historia, me recuerdo entonces. Bailaba(mos), brillaba el Sol, la calle desierta propiciaba la acción, el yogur helado estaba dulce. Me recuerdo entonces – afortunadamente, tardo apenas treinta segundos desde el banco-baliza hasta mi destino diario y abandono el principio…

…hasta el café.