Hoy me lo ha traído un amigo al que no veía desde hace casi tres años. El último día que hablamos, por casualidad, acababa de ser el final de una historia. Esta historia, como todas, tuvo un principio:
Pongamos que invoco a una deidad cualquiera y exclamo después: «¡la mecánica del corazón!». Los años que hace ya desde que leí sus páginas, bajo la luz de pinza enganchada a la mesilla. Recuerdo la de veces que has sido el «tú» de mis escritos, la de veces que has protagonizado a posteriori esas hipótesis imposibles – «y si hubiera…». Me acuerdo de que escribía en borradores del móvil las partes que más me gustaban, y eran siempre tú, siempre hablaban de ti, en aquel verano en que comenzábamos a conocernos, tímidamente. Era un momento muy apropiado – el más apropiado, quizá – para leer ese libro. Cada sentimiento propio tenía correspondencia en las páginas: yo tenía miedo de sentir, de quererte, de ir demasiado lejos, de perder el control, tenía miedo de amarte. A medida que el verano avanzaba y entrábamos en su último mes, los miedos se desvanecían: medio en serio, medio de broma, formalizábamos nuestra relación dando vueltas sobre un puente de Madrid, agarrándonos las manos.
Después pasaron tantas cosas. Pasó todo, claro, de hecho… Pero no creo que sepas cuántas veces, incluso hasta en este momento, eres el tú de mis escritos.