acompasarse

el avance sin claro retorno, cierro los ojos y escucho, cierro los ojos y descanso,

me dejo inundar por la sensación de haber caminado incontables e irreversibles kilómetros por un sendero rodeado de niebla, en tres semanas y sin salir de mi cabeza,

tras poner al paso pensamiento y cuerpo, habitarme sin entenderme y no desesperar en el intento, preguntarme «¿qué es lo que es?», resonar en la ausencia de respuesta, dejar de respirar para cavar unos pulmones más hondos.

la niebla me exigía ofrendas para seguir avanzando, se me adhería a la ropa, al cinturón, a los velcros del abrigo, a los cordones y a los calcetines; todo aquello se fue quedando por el camino, no tuve ni que quitármelo, pieza a pieza se iba desvaneciendo tras el contacto con el aire, denso, tan costoso de respirar como imprescindible.

todo era vaho translúcido, cálido a veces, a veces gélido y punzante, todo era gris y se miraba al suelo al andar, creo que siempre fui sola aunque no podría asegurarlo por la niebla, la niebla impenetrable, caminaba sin noción del tiempo y de repente miraba mi brazo y no había tela, miraba mi torso y no había tela, mis pies y no había zapatillas y no me detenía, era raro pero era inercia, ¿y para qué pensar en lo que es raro?

el camino era tierra surcado por pisadas previas, el camino era vidrio que se abría a un abismo invisible, el camino era metal pulido y deslizante, era grava, de la que entra en esa herida de la rodilla, el camino era granizo repiqueteante, era hierba corta y fina que crecía vertiginosamente, era fango y lodazal líquido, el camino era parterre de siemprevivas, era asfalto derretido y pintura color pastel y cola blanca y nieve sucia, riachuelo de reflejos implacables, el camino era conectarse y desconectarse de sí,

se abrió de manera bastante abrupta, igual que había desaparecido la tela desapareció la niebla y yo estaba en una playa infinita, en una bahía plana que se extendía como desparramada, como se desparrama la sopa si la sirves en un plato llano, el suelo de arena color albero, ese famoso color especial, todo lo demás del mismo gris perla ya familiar pero más brillante, a lo lejos un árbol, dos árboles, quizá a lo lejos un bosque.

gasté algo de tiempo en observar alrededor, en reacostumbrar la vista a la claridad penetrante, en reacostumbrar el pensamiento a ver más allá de los siguientes veinte centímetros, tardé algo de tiempo en decidirme a avanzar un paso más, tanto me había asombrado el cambio de escenario que había frenado en seco sin darme cuenta,

la arena no transmitía ninguna sensación, era raro, pensé, pero para qué pensar en lo que es raro, pisaba la arena sin sentirla mientras me aproximaba a la inmensa balsa de agua, tan plana, fulgurante como un astro, no comprendía de dónde salían los reflejos.

sin querer miré atrás, quizá comprobando que el camino seguía allí, no sorprenderá si digo que tras de mí no había camino, había blanco, no era ente, solo había blanco,

blanco detrás y delante una bahía llana, vasta, gris brillante; quizá a lo lejos un bosque.

 

la vuelta

morriña. me decía hace dos días una nueva amiga que tenía morriña. «homesick», decía. me siento homesick, yo también, la palabra es estupenda porque no sé por dónde cogerla, porque el significado al que hace referencia es una multiplicidad: ¿a qué hogar me refiero?, y la manera de expresar la falta, el anhelo de lo ausente, es equívoca: ¿does my home make me sick, or its absence? E importante… ¿dónde está mi hogar, por qué lo siento tan lejos como para anhelarlo? ¿Es un lugar, es una persona, son los vínculos arraigados en un lugar, es una casa en un lugar?

 

el proceso de vinculación consciente.

¿Qué significa pedir atención? ¿Y cuidados? ¿Es lo mismo tener necesidades relacionales que pedir cuidados? ¿Es respetar y «cubrir» las necesidades de otres lo mismo que cuidar? ¿Cuido porque quiero, cuido porque debo, cuido para que me deban? ¿Es deseable cuidar? ¿Soy libre de expresar mis necesidades? ¿Es legítimo expresarlas siempre? ¿Es problemática la expresión de la necesidad? ¿Es lo problemático la expectativa asociada u otra cosa? ¿Cómo identifico mis necesidades? ¿Cómo resuelvo que entren en conflicto con las de otres? ¿Cómo lo resolvemos? ¿Qué significa «entrar en conflicto»? ¿Es una cuestión de establecer límites, de ajustar expectativas (…ajustar la emoción como medida de austeridad relacional), de diferencias insalvables? ¿Cómo sé dónde están mis límites? ¿Cómo sé si algo es insalvable? ¿Siempre dedicarse y comprometerse con el aquí y ahora es lo mejor? ¿Cómo puedo atender a la versión futura de mí sin desoír a la versión del momento? ¿Cómo puedo conciliar el futuro con el ahora? ¿Hay necesidades o decisiones esenciales a las que escuchar y agarrarse, que nos atraviesan en todo momento, independientemente de cuál sea el aquí y ahora?

Aún sin digerir, llega el postre: ¿Cómo hacer que el tiempo sea expansivo para dar cabida al potencial expansivo de los afectos? ¿Nos creemos que el afecto es expansivo? ¿Cómo alinear cuerpo con pensamiento? ¿Cómo no interferir en la libertad de le otre y no sentirse amenazade? ¿Cómo convivir con la inseguridad?

 

Las vueltas al principio están llenas de preguntas.

anhelo (se dice que el español encabeza la lista de idiomas felices)

fotografiar «momentos perfectos»: pregúntale a Antoine,

pregúntale a Anny.

«Eché una mirada ansiosa a mi alrededor: presente, nada más que presente. Muebles ligeros y sólidos, incrustados en su presente, una mesa, una cama, un ropero con espejo… y yo mismo. Se revelaba la verdadera naturaleza del presente: era todo lo que existe, y todo lo que no fuese presente no existía. El pasado no existía. En absoluto.»

 

«de vez en cuando los objetos se ponen a existir en la mano» :

esto quiero fotografiar.

el pasado en Fuencarral esquina Velarde.

Hoy me lo ha traído un amigo al que no veía desde hace casi tres años. El último día que hablamos, por casualidad, acababa de ser el final de una historia. Esta historia, como todas, tuvo un principio:

Pongamos que invoco a una deidad cualquiera y exclamo después: «¡la mecánica del corazón!». Los años que hace ya desde que leí sus páginas, bajo la luz de pinza enganchada a la mesilla. Recuerdo la de veces que has sido el «tú» de mis escritos, la de veces que has protagonizado a posteriori esas hipótesis imposibles – «y si hubiera…». Me acuerdo de que escribía en borradores del móvil las partes que más me gustaban, y eran siempre tú, siempre hablaban de ti, en aquel verano en que comenzábamos a conocernos, tímidamente. Era un momento muy apropiado – el más apropiado, quizá – para leer ese libro. Cada sentimiento propio tenía correspondencia en las páginas: yo tenía miedo de sentir, de quererte, de ir demasiado lejos, de perder el control, tenía miedo de amarte. A medida que el verano avanzaba y entrábamos en su último mes, los miedos se desvanecían: medio en serio, medio de broma, formalizábamos nuestra relación dando vueltas sobre un puente de Madrid, agarrándonos las manos.

Después pasaron tantas cosas. Pasó todo, claro, de hecho… Pero no creo que sepas cuántas veces, incluso hasta en este momento, eres el tú de mis escritos.

las cosas que han pasado entre hoy y ayer.

Hoy cogía el metro de la línea 10, el elegante, por azul oscuro y por puntual. Pensaba en la gente que me cae mal inmediatamente después de verla. No he caído entonces, pero caigo ahora, mientras escribo, en lo relacionado que está con las auras de las que me ha hablado hoy alguien. El aura entendido como «el estar», que, imagino, no será otra cosa más que el lenguaje no verbal sumado a la posición corporal sumado a la expresión facial sumado a la apariencia física sumado a la ropa que llevas (sumado a la luz que emana de tus ojos, si tiramos de poesía, o sumado a las opiniones que verbalizas y las cosas por las que te indigas, si ahondamos en la cuestión de las auras de manera técnica).

Resulta que mucha gente que veo me cae mal inmediatamente después de verla y me pregunto si es porque no cuidan su aura o porque soy miope.

Es ayer y leo «De verdad, no sé que me ha pasado estos días… Pero lo quiero de nuevo. Lo quiero de nuevo, lo antes posible.»

Me paralizo y es fulminante. Abandono el móvil unos minutos en la mesilla, con la tapa aún abierta. Ni siquiera es la ventana de chat correspondiente. Es decir, ni siquiera… Bueno. Sé quién, gracias a que empleamos la que es nuestra tercera lengua – la traducción atiende a cuestiones de estilo y protección de datos, identidad, emociones. Acto seguido tengo una sensación apabullante: cada persona que ha estado dentro de mí se agolpa en mi cabeza en esos instantes. No, no se agolpan: bailan. No. Tampoco bailan. Se arremolinan, eso sí. Como en un desagüe, aunque permanecen…

La conversación no fluye, igual que un desagüe atascado – puedo optar entre tirar del hilo o tirar por la tangente. Cuando vuelvo a coger el móvil, decido el toque desenfadado consistente en comentar «Te veo mañana después del trabajo en X, entonces». Una proposición irrealizable. Aunque claro que podría volver, podría pagar dos billetes de avión, uno de ida, uno de vuelta. A continuación, escribí lo redundante: «und nochmal von vorne». Por redundar y por cuestiones de estilo: «y otra vez, desde el principio».

Es hoy, de nuevo, y concluyo: perder la fe, dado que las listas de cosas que hacer, máximo exponente de la ilusión de avance, nos llevan inexplicablemente al inicio: dejamos atrás una y la siguiente siempre vuelve a empezar por «1)».

julio mayea: tras la ventana, un Sol se desmaya.

Hay un banco por el que paso todos los días desde el lunes. «Es un banco-baliza», digo yo, aunque la RAE no me convenza: ni navego ni el lugar entraña peligro alguno. No obstante, es un banco-señal, diferenciado del resto. Un banco-recordatorio, puesto que, en apariencia, es exactamente igual que el resto de bancos de la plaza, exceptuando los desperfectos idiosincrásicos a los bancos de madera de Madrid.

Paso cada día, al menos, dos veces: una de ida, una de vuelta. Hay días que cuatro, dependiendo de dónde vaya a  tomarme el café. El bar Tragos está doblando una esquina alejada y el café es más barato. ¿Es pista suficiente esto? Hoy sólo he pasado dos. El banco-recordatorio me transporta a abril de este año, cuando la primavera apretaba como no lo hace este julio. Al día en que, posiblemente, elegí la camiseta inapropiada, quizá los pantalones inadecuados. Las zapatillas eran las que tenían que ser. Ese día no pensé en lavarme el pelo, cuestión a la que he vuelto a prestar atención a lo largo de las semanas (para mi sorpresa).

Paso cada día y, en el camino de vuelta, sonrío. Voy al principio de la historia, me recuerdo entonces. Bailaba(mos), brillaba el Sol, la calle desierta propiciaba la acción, el yogur helado estaba dulce. Me recuerdo entonces – afortunadamente, tardo apenas treinta segundos desde el banco-baliza hasta mi destino diario y abandono el principio…

…hasta el café.

el inicio vibrante.

Transparente. El día que tomé el ferry a Staten Island amaneció brumoso y cargado. Había oído que el clima en Nueva York no conoce los grises, que el invierno arroja un frío agujereante y el verano aplasta con su calor. Por fortuna, los días que pasé allí apenas rozaban el estío y fueron moderados. Ese viernes, decía, se presentó embotado. Caliente y perla. Llegué a la zona cero a mediodía. En la zona cero, durante un tiempo, después del horror del 11-S, no hubo nada. Ahora hay dos enormes piscinas cuadrando el perímetro de las antiguas torres, por las que caen cascadas de agua que termina precipitándose por un agujero negro central. Además, en la zona cero se yergue ahora, otra vez, un nuevo rascacielos. Otra vez 417 metros de acero, hormigón, cristal. Desde el principio, desde abajo del todo.

Al lado de la estación de metro aguanta la iglesia de St. Paul; al parecer, la única construcción de las inmediaciones que mantuvo sus ventanas intactas tras el derrumbe. Frente a ella, un pequeño cementerio de cuento. De libro no, de cuento: una hierba verdísima, lápidas salpicadas algo aleatoriamente, de distintos tamaños, formas y material. Algunas partidas, algunas desconchadas, enrojecidas, cubiertas de verdín. Ese pequeño cementerio estaba ahí, casi como quien no quiere la cosa y casi refulgía de verde.

En cuestión de instantes, el cielo comenzó a clarear y decidí, no sin perderme, acercarme a Battery Park para coger el barco que pasa frente a la Estatua de la Libertad. Gratis, naturalmente. El dinero, en este viaje, lo debía reservar para otros menesteres – eso pensaba todavía aquel viernes. La parte trasera del barco queda abierta, permitiendo la visión del sur de Manhattan sin cristales de por medio. Qué perfil tan típico, pensé, qué perfil tan sólido y compacto. La nueva torre se alza sin problemas, coronada por una antena y confluyendo sus dos aristas secantes en un vértice, dándole aspecto de un rectilíneo narwhal. Un animal casi fantástico en medio del pesado bloque metálico. A su lado, otra torre, transparente ese día. El calor y el color perla habían mutado en una suerte de bruma casi imperceptible, una especie de smog natural que engullía, literalmente, la torre de al lado, que no existía ese día.

Sonreí mucho, sonreí y lloré en ambos trayectos. Digamos que cultivo la diversidad emocional. Al llegar a Staten Island, valoré durante nueve segundos la posibilidad de visitarla brevemente. Decidí no fliparme y ponerme a la cola del ferry de vuelta, bastante más corta pero más aburrida que la anterior. Me dirigí directamente a la cubierta de arriba que da al oeste, que es lo que hay que hacer si quieres ver la Estatua a la vuelta. Y como el ferry va de ver la Estatua, porque lo que es la isla entera bastan nueve segundos para desecharla, cogí sitio en primera fila. A pesar de todo, eché la vista atrás a medio camino: esta vez era la isla la que no existía. Otra clase de bruma, la que levantarían las olas furiosas al romper contra rocas, envolvía todo lo que antes era visible como Staten Island.

Una torre transparente y una isla devorada por vapor de agua fueron las dos imágenes que concluí en mi retina. La Estatua, por cierto, creo que sigue bien y verde.

Es bueno contar las historias desde el comienzo.